En la escena, un hombre (el remordimiento personificado) se retuerce de dolor ante una mujer muerta o desmayada —símbolo de su acción o pecado— mientras figuras aladas (ángeles o personificaciones divinas) lo rodean. La composición evoca tanto el tormento interior como la intervención celestial, con un dramatismo característico del romanticismo tardío.
La iluminación —cálida, dorada y crepuscular— sugiere un instante suspendido entre el día y la noche, la vida y la muerte, el pasado y lo que queda por venir.
El crepúsculo emocional: La escena ocurre en un punto de inflexión, donde la culpa se transforma en redención.
Lo humano y lo eterno: Le Remords muestra el poder del tiempo interno, ese instante en que el alma despierta ante sus actos.
El color como lenguaje del cambio: Los dorados y oscuros del cuadro evocan la transición entre día y noche, del tramonto (ocaso) y del renacer constante.
El contraste como estética: La mezcla entre cuerpos perfectos y emociones desgarradoras refleja esa dualidad entre forma y sentimiento.